Aquella mañana, en el metro, una mujer de ojos claros
proclama su desamor en alto, a través de la incontinencia de su móvil.
Los viajeros somnolientos, mecidos por el traqueteo del
vagón, se preguntan, si ya ni siquiera queda silencio para cuando el amor se
para y el espacio entre dos se vuelve inmenso.
La mujer de ojos claros suspira. Coge aire y vuelve a
lanzar su colección de improperios por la delgada ranura de su smartphone.
Entonces, el metro se detiene, abre sus puertas y la
expulsa de las profundidades del vagón.
No quiere que los viajeros se contagien y depositen sus
corazones abatidos en las vías del tren.
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