Cuando
nuestros labios se abrazaban
y se buscaban en la oscuridad de las lenguas,
cuando nuestros
ojos eran el mismo espejo
y nuestras
pieles nos sabían a lo mismo,
cuando
nuestras palabras se engordaban
hasta
hacerse grandes, infinitas,
entonces
el reloj
se paraba y latía a otro ritmo.
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