Nacimos
para robarnos las rosas de los labios
y dejarnos
trozos de piel
clavados
en los paisajes del cuerpo,
por eso
cuando las nubes regresaban
por sus
autopistas de cielo,
nosotros
dejábamos que el aire
nos peinara
los cabellos.
Marchábamos,
despacio,
construyendo
nuestro amor
en
habitaciones desnudas,
con el
vientre pleno,
vaciándonos
el deseo
con
besos de agua, con lenguas de fuego,
mordiéndole
a la noche su techo de firmamento.
Marchábamos
y así no nos derretíamos.
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